Desde mi pupitre la observaba moverse de un lado a otro
de la pizarra. Tras llenarla de números y letras que apenas traducíamos, se giraba y con esa sonrisa de ángel dibujada
en su cara de porcelana, nos preguntaba si entendíamos lo que acababa de
explicar. Luego se sacudía suavemente el polvo planco de la tiza del hábito
azul marino. Yo viéndola tan joven y tan hermosa no alcanzaba a entender que
estuviese casada con Dios. Dios un ser tan etéreo para una niña, pero si los
mayores lo decían… Un día a solas le pregunté, que si las monjas se casaban con
Dios, con quien se casaban los curas. Una risa fuerte fue su respuesta. Pensé
en don Francisco, un cura recién llegado a la parroquia situada justo enfrente
de mi colegio, y cómo la miraba a ella cuando estaban cerca. ¿Así miraría a
Dios?
La mañana en que cumplí catorce años, amaneció la ciudad
vestida de blanco, aun así no falté a clase; encontrarme con las amigas era
mucho más importante, aunque pudiera resbalar por las aceras.
Ya casi llegando al colegio, llamó mi atención una
imagen: Sor Dolores, la joven monja de mis primeros años, en la terraza del
colegio, formaba bolitas de nieve y las lanzaba al aire, o eso parecía de
lejos, porque al acercarme, vi que los proyectiles caían directos en la sotana
de don Francisco. Aún hoy vive en mí esa imagen y sus rostros de feliz
complicidad.
Ahora en la distancia entiendo por qué esta canción casa
también con aquel instante.
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