Evaristo
era un hombre de mediana edad, con más labia que estudios, listo y ágil de
mente, con esa verborrea aprendida en las calles, que conseguía ser invitado a
todo sin esfuerzo alguno. Aparte de la cojera, solo tenía un defectillo: era
feo con avaricia.
Un
cartel en la farmacia del pueblo llamó su atención, solicitaban mancebo. Veinte
años hacía de aquel venturoso día y dieciocho desde que se casara con Rosario,
la farmacéutica. Una mujer a la que no le importó que Evaristo, al andar,
balanceara todo su cuerpo. Esto lo suplía con atenciones desmedidas hacia ella,
porque mira que es zalamero, comentaba pícara.
La
enfermedad le ató a una silla de ruedas, lejos de amilanarse, sus ganas de
vivir y de disfrutar eran mayores si cabe. Ya jubilado, todas sus horas
transcurrían frente al ordenador que su esposa, le regalara el día de los
enamorados. Solo se alejaba de aquella atractiva pantalla, para salir con
Rosario, a tomar el fresco en las tardes de verano.
En
el paseo central del parque se reunían con un nutrido grupo de amigos y vecinos
y allí traían y llevaban todos los chismes de los habitantes del pueblo. Eran
envidiados por su felicidad y por la entrega absoluta de Rosario. Tal era esta,
que ni hijos quiso traer al mundo, solo él y ella.
Cuando
la noticia de que Evaristo despidió a Rosario, dejándola en la calle con lo
puesto, por una morenaza de curvar rotundas y acento cubano, fue todo un estallido.
Las murmuraciones crecían de boca en boca, sobre todo cuando a la misma hora y
en el parque, se dejó ver Evaristo con aquel pedazo de mujer. Ella empujando la
silla, se contoneaba meciendo sus carnes al compas de su taconeo, y luego con
un ¡Ay papito!, lo remataba.
¡Qué
descaro!, dijeron los vecinos, ¡traerla al mismo lugar donde venía con Rosario…!
Se levantaron y se fueron. Ya en sus casas, sobre todo los hombres, se
preguntaban: ¿qué será lo que ven las mujeres en Evaristo el cojo, con lo feo que es, y que a
nosotros se nos escapa?
Otras despedidas en el blog de Pepe.