Sobre una pinza de madera, yo montaba a horcajadas un
muñeco hecho de papel. Mi muñeco no era un muñeco cualquiera, era un policía
con casco y todo; el tapón de la botellita de leche que las monjas nos daban en
el recreo para desayunar. Ese era mi juguete preferido. Mirándolo cualquiera
podía pensar que realmente era una birria, pero yo era así, imaginativo y para
mí era lo más. Vamos era igualito al de Juanín, el hijo de mi vecina del quinto. Ahora bien, eso no quitaba que todos los años,
al escribir la carta a los reyes magos, pidiera mi super policía con moto, no
solo en casa, también en la de los abuelos. Me desilusioné un poco cuando se
les olvidó dejarlo en casa este año, pero aún quedaba la de los abuelos. Bajo
su árbol vi dos paquetes igualitos, uno con el nombre del primo Luis y otro con
el mío. El primero en abrirlo fue el primo Luis, por ser algo mayor que yo. Rompió
el papel y apareció la moto con el
policía, era la que yo había pedido, la misma. Luis emocionado presionó un
botón y al hacerlo salió disparada por el salón mientras la sirena sonaba, ¡huuuuuuuuuu,
huuuuuuu! Dios, qué maravilloso sonido y cómo corría. Por favor ahora el mío, rogué
dando palmadas y saltitos. Sentado en el suelo mientras rasgaba el papel, mi
corazón latía tan fuerte que casi lo escuchaba. Pero… ¿Qué era esa caja grisácea
sin forma determinada? Miré la cara de los abuelos que sonreían, la de mi primo
Luis que de rodillas seguía su moto, escuchaba el ¡huuuuuu! de la sirena, y me
quedé fijo en los ojos de mamá con aquello entre las manos. La miré y ella
movió su cabeza de lado a lado, mamá era adivina… No le hice caso, me puse en
pie, levanté las manos y con todas mis fuerzas lo lancé rompiendo a llorar. Todas
las piezas de un puzle tres D se estrellaron en la pantalla del televisor.
Aún hoy sigo castigado.
Otros juegos y otros juguetes para jugar en casa de Dorotea.