Le llamaban “el tumbas”. Caminaba
delante del coche fúnebre, vestido de uniforme, con sombrero de plumas y un bastón,
que agitaba de tanto en tanto, marcando el paso del cortejo. Los niños subidos
en la tapia del cementerio, le veíamos llegar severo y arrogante hasta las
puertas del Huerto del Señor. Él, como maestro de ceremonia, siempre estaba
atento a todo. Allí encaramados, esperábamos a que el rito concluyera para ser
asustados por este personaje, que nos perseguiría hasta la entrada del pueblo,
donde volvería a recobrar su andar medido.
La tradición se acabó, cuando
vimos un día en el cementerio, el sombrero de plumas sobre un ataúd, un viernes
de otoño.
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