Desde
que se jubiló a Teresa le gustaba remolonear bajo las sábanas, mientras el
despertador le anunciaba que la noche había tocado a su fin. Le era tan
placentero permanecer en esa quietud y escuchar las noticias en su pequeña
radio color rosa chicle; que ni el olor del café recién hecho, conseguía sacarla
fuera de este su particular espacio, hasta bien entrada la mañana. En alguna
ocasión le preguntaron por esa radio, de color tan diferente a lo esperado en
una señora de esa edad. Ella respondía frunciendo el ceño, que era un regalo de
sus nietas y dando por zanjado el tema, cambiaba de conversación.
Hoy
sin romper aún el alba, aceleró el momento de levantarse. – He de darme prisa, aún
queda mucho por hacer, se dijo, mientras peinaba tirante su pelo gris y lo ajustaba
en un retorcido moñito sobre su nuca. Pronto estarán aquí. Tengo tantas ganas
de verlos, de sentir sus abrazos, de oír sus voces, sus risas…
Un pellizco, se le agarro en la boca del estómago al pensar en sus siete hijos, cerrando el paso de las mariposas que revoloteaban en él. Era consciente de las ausencias de ellos, porque en su memoria ya hacía tiempo que fueron desdibujándose sus rostros adultos, no así las caritas infantiles que ella tanto acarició. En su amor infinito todo lo disculpaba, ¡estaban tan ocupados! Pero hoy cumplía noventa años, seguro que no faltarían a la fiesta. –No es tiempo de lloros, se riñó, secando las lágrimas que se asomaron a sus ojos, con el pañuelo de batista, que siempre llevaba entre el brazo y el jersey. Con esmero, vistió la mesa de gala, luego se sentó a esperar.
Un pellizco, se le agarro en la boca del estómago al pensar en sus siete hijos, cerrando el paso de las mariposas que revoloteaban en él. Era consciente de las ausencias de ellos, porque en su memoria ya hacía tiempo que fueron desdibujándose sus rostros adultos, no así las caritas infantiles que ella tanto acarició. En su amor infinito todo lo disculpaba, ¡estaban tan ocupados! Pero hoy cumplía noventa años, seguro que no faltarían a la fiesta. –No es tiempo de lloros, se riñó, secando las lágrimas que se asomaron a sus ojos, con el pañuelo de batista, que siempre llevaba entre el brazo y el jersey. Con esmero, vistió la mesa de gala, luego se sentó a esperar.
La
enfermera de guardia, durante su ronda, la encontró recostada en el viejo
sillón de orejeras, sola, como siempre estuvo desde que ingresara en el centro. Al llamarla no despertó.
Tras
cumplimentar la documentación para cerrar el expediente, la secretaria preguntó,
¿algún familiar al que avisar?
Celebremos otros cumpleaños en casa de Alfredo.