No pude esperar,
nueve meses eran demasiados. Siete me parecieron buen número, hasta sonaba
mejor, siete, siete. Sí, decididamente nacería en el mes siete. Cuando asomé al
mundo, lo hice con los ojos abiertos. Quería verlo todo aunque realmente no
viera nada.
Jamás hubiese imaginado
y mucho menos con tan pocas horas de vida, que en lugar de la dulce voz que me
cantaba nanas, de las manos que me acariciaban a través de otra piel y que en
esos precisos momentos andaban tan ocupadas intentando aferrarse a los bordes de la cama, iban a ignorar mi
llegada. De repente! zas, zas!, dos
enormes manotazos me alcanzaron y ¡ a la!, a comenzar este anguloso camino a
grito pelado.
Una vez aseadito y
presentable, me ofrecieron a una chica joven a la que no conocía de nada, bueno
realmente fue después de colgarme de los
pies con manotazo incluido. De hurgar en mi pequeña nariz, en mis orejas; de
contar los dedos de mis manos, los dedos de mis pies. Aunque lo realmente
agradable fue el olor de esa mujer. El calor de su cuerpo, la suavidad de sus
caricias y su voz ¡Era su voz! ¡Era ella! y me sonreía solo a mí.
Alguien rompió el hechizo diciendo: Acércatelo
y dale de mamar. Así fue como descubrí otro número, el dos. Si el hambre apretaba, bastaba con gruñir
un poquito y dos redondos pechos me amamantaban.
Los números siete y dos. Los que marcarían mi vida. Los
números de la suerte.
Siete y dos,
setenta y dos, los pasos que desandaba
cada noche cuando el insomnio le visitaba. Era hombre de rutinas, si se
desviaba de ellas se perdía.
Seis de la mañana
suena el despertador, con la mano izquierda aparta la manta que le cobija
abrigando sus sueños. Con la derecha se atusa los cuatro pelos que le quedan.
Nunca el pie izquierdo primero, si por un triste descuido el primer paso del
día que comienza lo hace con él, malo, malo, todo le ira cuesta abajo.
Bien, pie derecho buscando las zapatillas.
Afeitado, una pasada no, dos. Ducha y a las ocho desayuno. Café bien cargado,
unas gotas de leche, nada de azúcar y un buen trozo de bizcocho Para ser
exactos, bizcocho lunes, miércoles y viernes, martes y jueves pan tostado; sábado
y domingo chocolate con churros. Cuarenta
años sin variar ni el punto de la i.
Sale de casa hecho
un pincel. El toque de color un pañuelo verde
esmeralda. Siete escalones de
bajada hacia el ascensor, dos hasta la puerta principal. Setenta y dos losetas
hasta el semáforo. Dos cruces, siete rotondas, setenta y dos minutos hasta
llegar al despacho. Gira hacia la calle Levante. ¡Horror! Obras. ¡Obras en la
calle Levante! Nadie le avisó, no había carteles, el periódico de ayer no
anunciaba cortes. Ahora tenía que bordearlas, las cuentas no le cuadraban.
-Si giro dirección
Maestro Cervina ¿Cuántos paso más tendré
que caminar? ¿Cuántos minutos se descuadraran en mi recorrido?
Sumaba,
multiplicaba, restaba y dividía. Comenzó a respirar fuerte, muy fuerte, muy
rápido. El aíre se torno espeso, no podía tragarlo, digerirlo. No lograba empujarlo
hasta el centro mismo de su mundo. Inspirar, expirar. Una bola se hizo dueña de
su garganta.
-Tragar, tragar,
respirar. Me ahogo, pensó.
Unas gotas
coronaron su cabeza, los cuatro pelos repeinados comenzaron a crisparse, no
había gomina que los aplacara. Todo su cuerpo transpiraba quejumbroso. Los ojos
brillaban cuajados de agua, preludio de una marejada. Sus manos temblaron perdidas sin
encontrar donde asirse. Sus pies se revelan indisciplinados, no desean dar un
solo paso, no entienden sus disparatadas órdenes, se niegan, no quieren. Y él
suda y suda, hasta que la tierra besa el cielo.
-Oiga, señor,
quiere dejar de mirar a derecha e izquierda, decídase a cruzar que las horas se nos van y hace un calor del
carajo, que estamos en julio y en Sevilla….
- ¿Julio? ¿Escuché
bien?, ¿el mes siete?, ahhh!!! . Espabiló de repente.
- Si tuerzo a
derecha y luego a izquierda, son dos giros. Setenta y dos zancadas duplicaran
mis pasos. Dos calles, siete casas, solo eso me separa. Setenta y dos minutos y
siete segundos será lo que tarde en llegar al despacho.
Tomó el pañuelo
verde, secó las rebeldes gotas pegajosas y calientes de su frente. Sonrió. Hoy volvía a ser otro
de sus días de suerte.