A
medida que me acercaba a la sacristía las voces de don Agustín se iban haciendo
cada vez más patentes. No puedo creer que un mocoso de tan solo seis años, se
haya atrevido a cometer semejante acto, le decía al sacristán. Pero don Agustín,
¿no se dio cuenta de que era él?, le preguntó este con cierto temor, si lo
tenía frente a frente. Ante este hecho el cura bufó con más cólera. No, no me di
cuenta hasta que el pillastre tenía el Cuerpo de Cristo en la boca. ¡Demonio de crio! Y tú, me
señaló con el dedo índice a punto de disparar, ¿qué tienes que decir? Nada, no
podía decir nada, porque tras escuchar la fechoría del pequeño truhan, me quedé
muerta. Paco, el pequeño y dulce Paco, el rubito de ojos azules y cara de ángel, se había metido en la fila de
la misa de doce y sin tener en cuenta que aún faltaban tres semanas para la
ceremonia del sacramento de la comunión, él había comulgado. Y allí estaba,
sentado en el sillón del cura, balanceando sus pies, mirándonos sin saber a qué
venia toda aquella tragedia, si él tan solo hizo lo que su catequista, o sea
yo, le había estado contando durante tantos meses. Pero Paco, ¡por el amor de
Dios!, ¿qué has hecho? Pues eso… contestó el infeliz, amar a Dios.
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