Mis pasos se adentran buscando el corazón
salvaje de esta selva tropical, en busca del paraíso anunciado en el folleto de
la agencia de viajes. Con mis manos, separo el follaje que me impide traspasar
la senda señalada en el mapa. Sus ramas
se me antojan guardianes custodiando los tesoros más preciados de este lugar.
Me fundo con la naturaleza que me acoge sin reservas, soy un ser más en su
universo, como los pájaros, que libres entonan himnos enardecidos. Sus trinos
se entretejen en las ramas plateadas de las copas de unos árboles sin fin. Por
un sendero escarpado, casi inaccesible, descubro recodos donde el agua golpea
la roca, precipitándose al vacío en caída libre y sonora, hasta alcanzar unas
aguas cristalinas, donde los rayos de sol se pierden anunciando el languidecer
de la tarde. No me siento defraudada, el
paisaje es igual a las fotografías que ilustraban, como reclamo, las páginas de
su propaganda. Hay lugares que hay que visitar y este sin duda es uno de ellos,
es el Edén.
Agosto agoniza mientras me alejo, dando paso
a los enigmas ocultos del otoño. Tras de mí ruge el viento, entonando la lírica
del crepitar de las hojas convertidas en pavesas. El aroma a ceniza lo cubre
todo. El aullido de la madre naturaleza es desgarrador. Mis lágrimas no borran
las imágenes grotescas.
Llega la noche, la más negra, la más amarga.
Otros viajes, otras visiones las podeís leer en el blog: Notas desde el fondo de mi placar.