Siempre supe de Silencio, aunque no me lo presentaron de manera oficial
hasta cumplir la edad en la que dejé de escuchar cuentos para dormir. Al tenerlo
frente a frente lo encontré bello, seductor, nada que ver con lo que me había imaginado.
Silencio era como el arcoíris que se dibuja en el cielo tras una tarde de
lluvia. No cabía en él un único color que le describiera en toda su grandeza; se
vestía de verde cuando los días se fosilizaban y las horas detenidas, acallaban
todas las preguntas y todas las respuestas, de amarillo en las tarde en las que
la luz estallaba sobre los estambres de las flores en el jardín del edén, o de rojo cuando las palabras a modo de
calambur, le removían derribando los muros de hielo y cristal, o de violeta
cuando los ojos del universo se cerraban, creando un paisaje donde la tristeza
no daba tregua a los cuerpos sin alma. En ocasiones especiales aparecía vestido
todo de negro, algunos decían que resultaba muy triste verle enlutado, en
cambio yo lo percibía elegante, sobrio, sin artificios que nublaran todo su
poder. Era como ver los cauces de sus adentros, unas veces manantial de aguas cristalinas
y otras ciénagas plagadas de esperpénticos engendros.
Con el tiempo nos hicimos amigos y compartimos confidencias, hasta que
apareciste tú, fue cuando Silencio se volvió incoloro, no encajando en este
nuevo papel, se marchó.
Lo que no te he dicho nunca,
es que como buen amigo el Silencio, de tarde en tarde aún me viene a visitar.
Otras historias y otros silencios distintos los encontraréis en el blog de Maria José.