El escondite inglés
¡Un,
dos, tres, pollito inglés, sin mover los pies! cantaba Carmela, dando
golpecitos, marcando el ritmo de las notas sobre las piedras de la fachada de
la iglesia. En lo alto de la cuesta se colocaba la pandilla, que a zancadas, descendían
para llegar hasta donde ella se encontraba, en un intento de ser el primero o
la primera del grupo, y sin ser visto erigirse como ganador, cuando Carmela se
girara tras terminar el estribillo de ese “pollito inglés”. Al volverse lo
hacía muy rápido para pillarlos desprevenidos en algún gesto descontrolado,
pero todos se quedaban quietos como estatuas en un equilibrio imposible de
mantener. Si ella tan solo intuía un leve pestañeo, gritaba eufórica ¡te vi, vuelve a tu puesto y comienza de nuevo!.
La pandilla se dividía entre los que siempre ganaban y los que siempre perdían
y luego estaban los “guay” los que sabían de todo y se lo callaban para seguir
siendo importantes. Aquí se encontraba Santi, el chico más guapo y divertido del barrio, y
el que jugaba solo para compensar y a cambio, poder jugar al juego que a él
realmente le gustaba: el de los médicos y enfermeras. Pero en este ya no
participaban los pequeños, solo algunas chicas atrevidas y algunos listillos;
lo digo porque eso era lo que comentaban los que se morían por entrar en la
selección de aquella travesura, del que los chicos salían del portal de Santi
sonrojados y las chicas muy sonrientes. Como era de las pequeñas nunca descubrí ese juego tan secreto. Así pasábamos las tardes de una
primavera que florecía a la vez que nosotros. Luego la vida nos separó y no volvimos a vernos, pero hace unos días
me encontré a una de las chicas mayores, al rememorar aquellos tiempos, me dijo
que Santi entró en el seminario y se hizo cura.
¡Hay
que ver qué cosas tiene la vida! pensé.
Si queréis leer de otros juegos, visitad el blog de Censura Siglo XXI