Me gusta cocinar, siempre me gustó. Para mí es un arte, es como pintar un cuadro, lo imaginas, ves sus formas, sus colores y aquí añado sus olores, porque entrar en la cocina es oler. El sensual aroma de la canela, ese picante curri, la albahaca, la hierbabuena.
Desde pequeña disfruté con todo el ceremonial de preparación antes de cualquier fiesta. Si era día de reyes el roscón, si era el día de los santos difuntos las gachas , las castañas, si era San Antón la calabaza asada y si era semana santa las magdalenas.
Ummm!!! Las magdalenas, este año decidí hacerlas yo, recordaba las que hacia mi tía Amelia, de niña le ayudaba, bueno ella mas bien decía: - Esta niña siempre enredando en la cocina, pero luego me dejaba antes de hornearlas cubrirlas con azúcar, me ofrecía una cucharita y con ella iba espolvoreando esa nieve blanca.
Hacía años que había fallecido, supuse que su hermana, tía Eulalia tendría la famosa receta, la llamé.
-Si cariño, me dijo, ven y la buscaremos.
Al día siguiente llegué a casa de tía Eulalia, una viejecita de noventa años, alegre y pizpireta y con unas enormes ganas de compartir una tarde de charla junto a un humeante café.
Entre taza y taza tía Eulalia, me ofreció la libreta con todas las recetas familiares y la muy secreta receta de las magdalenas de tía Amelia. Al entregármela dijo:
-San cielo, estas recetas no puedes compartirlas con nadie, han pasado de generación en generación, pero sobre todo San, la receta de las magdalenas, esa sí que es solo de uso familiar. ¿Te contó tu madre como logro tía Amelia que fueran tan extremadamente deliciosas?
-Noooo, solo me dijo que después de la última hornada tía Amelia falleció.
-Pues ya tienes edad hija, de conocer lo que ocurrió. Y comenzó a hilar una historia de cuento o de pesadilla.
Con voz ronca y fría comenzó: Desde pequeña Amelia destacó en la elaboración de todo tipo de repostería, no había postre, pastel, confitura, crema o chocolate que entre sus manos no se transformara en puro placer de dioses. Era la envidia de los mejores reposteros de la ciudad e incluso su fama llegó al extranjero.
Un día la abuela le apeteció unas esponjosas magdalenas para merendar y le pidió que las hiciera, por primera vez Amelia lloró de rabia. Cuando las probó no eran lo que ella esperaba. Ella quería la perfección y esas magdalenas eran corrientes, muy corrientes. Desde ese día Amelia se obsesionó de tal manera que todos los días al amanecer metida en su cocina, mezclaba y cambia ingredientes, tenían que se perfectas, pero no, no lo eran. Al principio las regalaba, a todos nos parecían exquisitas, pero para ella suponía una decepción tras otra comprobar su mediocridad.
Dejó de salir, de relacionarse con amigos y familiares. Todos estábamos muy preocupados por ella, insistíamos en que dejara esa estúpida obsesión. La hicimos visitar a innumerables profesionales de la medicina, para ver si la podían ayudar a superar esa especie de locura. Pero todo fue inútil. Un día dijo basta y desapareció.
Se fue de la ciudad, no supimos de ella hasta pasados unos años. La policía a través de una llamada de teléfono nos informó de su muerte. Cuando llegamos a la ciudad donde vivía, nos contó un comisario muy amable lo que estupefactos descubrieron.
Amelia vivía en una pequeña casa a las afueras de la ciudad, allí comenzó de nuevo su búsqueda de esa receta que hiciera de sus magdalenas las mejores, las inigualables, las insuperables. Cada día a través de la chimenea las calles se inundaban del dulce aroma a azúcar tostado, a masa horneada. Nadie sabía que hacía con lo que Amelia horneaba, porque nunca la vieron salir y nunca vieron a nadie entrar en esa casa. Así día tras día durante dos largos años. Sabían que existía por la nube envolvente del olor a magdalena.
Una mañana el cartero al pasar frente a su puerta, percibió que algo ocurría, no se sintió embriagado como era ya costumbre de los olores que aquella casa emanaba y fue quien dio la voz de alarma.
Tras llamar insistentemente a esa puerta que nadie abría, intentaron forzarla a base de golpes y empujones, pero algo impedía que pudiera ser abierta. Lo mismo ocurría con ventanas y balcones. No podían ver lo que había dentro, persianas y tupidas cortinas lo impedían.
Tras mucho insistir la puerta cedió y un aroma a canela y azúcar lo envolvió todo a su paso. Cuando por fin traspasaron la entrada, no podían dar crédito a lo que veían sus asombrados ojos, toda la estancia estaba llena de magdalenas, kilos de magdalenas por todas partes, toneladas de ellas, habitación por habitación rebosaban magdalenas. No habia un solo rincón sin cubrir por ese esponjoso relleno.
Al llegar a la cocina, encontraron a tía Amelia, sentada en su vieja silla, en la mano sostenía una libreta, esa libreta que ahora tú tienes entre tus manos, su cabeza reposaba sobre la mesa, una mesa cubierta por una espesa capa de harina , con un dedo había escrito: POR FIN.
-Bueno querida San, ya sabes cuan especial es esta receta. No hables de sus ingredientes jamás con nadie. Pero ofrece este dulce manjar a todo aquel que tú ames.
Y aquí estoy, amigos y amigas con una bandeja repleta de ricas magdalenas. Las magdalenas de tía Amelia ¿os apetece?
Si quereis comer más acercaros a la casa de
MªJosé