La abuela dormitaba tranquila tras el último
episodio de tos.
–Quiero mi caja, quiero mi caja –había pedido–, la
de las mil pesetas, la de San Isidoro.
–Pobrecita, en sus últimas horas se le fue la
cabeza, –dijo tía Úrsula.
Tío Tomás con gesto severo sentenció: –se nos va,
esta noche se nos va.
Cuando amanecía, Adelina abrió los ojos, y con un
hilito de voz apenas audible, pidió que todos se marcharan. –Tú no, –le dijo a
su hijo Tomás.
Sabiéndose a solas, le contó una historia increíble.
Ella que había vivido en la más absoluta pobreza, hablaba de un tesoro
escondido entre las raíces de la vieja higuera.
–No puedo marcharme con este peso, con este nudo que
me ahoga el alma –dijo. Le entregó una pequeña llave que guardaba en la
mesilla, y después expiró.
Cuando se la llevaron, y antes de que el cuerpo se
enfriara, Tomás empezó a excavar al pie de la higuera. Nadie entendió qué
hacía, ni qué buscaba. Continuó cavando ante la incomprensión de todos, hasta
dar con una caja. Debería llevar allí más de veinticinco años. La dejó sobre la
mesa de la cocina mientras la miraba con codicia, por fin su vida iba a
cambiar, su madre jamás le dio un céntimo.
–Trabaja, –le decía–, si te lo vas a jugar, gánalo tú.
Pero ahora… pasó la pequeña llave por la cerradura. Cómo
por un resorte la tapa saltó, no daba crédito a lo que había allí. Estaba
completamente llena de billetes de mil pesetas con la imagen del obispo San
Isidoro. Esto le arreglaba la vida, sí que se la arreglaba. De tan llena que
estaba, sus dedos no entraban a cogerlos, entonces la volcó sobre la mesa y
como si un rayo los atravesara, los billetes se deshicieron convertidos en
pavesas.
Descanse en paz, madre.