Aún no había amanecido cuando la compañía en
formación esperaba mis órdenes. Antes de comenzar la instrucción, pasé revista
a aquellos jóvenes a los que había de convertir en hombres en tan solo unos
meses. Una inspección minuciosa en busca de algún defecto en su uniforme; algún
botón descosido, los zapatos sin lustrar o cualquier nimiedad que hiciera
justificable un arresto de fin de semana. Ellos aun temerosos, se crecían
sacando pecho, pero yo exigente y perfeccionista, siempre conseguía encontrar
esa falta que ratificara mi sobrenombre: el carcelero.
Concluido el examen cuando mi voz se iba a
alzar dando la orden, sentí un picor insoportable, una quemazón que me hizo
doblar en dos. El deseo de acercar mi mano y rascar era tan grande… Pero aquellos
soldados cuadrados frente a mí frenaban mis impulsos más primarios. Pero aquel horrible
picor en mis bienes más preciados, los que guardo en mi entrepierna, era
insufrible. A sabiendas de lo que podía ocurrir si mis manos se dirigían a
semejante lugar, no logré contener mis ansias, abriendo las piernas cuanto pude,
rasqué sin piedad hasta hacerlo desaparecer. Mientras me recomponía intentando regresar a la dignidad que mi rango
me otorgaba, solté un soplido de consuelo. Los soldados sin inmutarse mantenían
su posición, sus ojos fijos en mí reflejaban miradas burlonas apenas
contenidas.
Por supuesto no me achiqué, con voz ronca y seca
lancé un ¡presenten armas!, aunque en mi cabeza solo flasheara un nombre: night
club El Alivio.
Otras muchas y sugerentes tentaciones en el blog de Leonor.