Uno
a uno se iban pasando la cerilla encendida en la oscuridad de la habitación. No cabía en
ese espacio más sonido, que el de las palabras detenidas en el quicio de la
boca y la respiración entre cortada, por el anhelo de llegar con la llama ardiente
hasta el final del trayecto. El deseo golpeaba en su pecho, un flujo rítmico
que se acrecentaba a cada latido del
corazón, teniéndole allí tan cerca, pero
tan lejos. El tiempo y la llama confluían en paralelo, solo a la espera de un
último tramo que complete el ciclo. Sin vacilación posible, agarra la minúscula
base del fósforo, aún a sabiendas de que se quemará la yema de los dedos. Cierra
los ojos y bebe el aire que le falta, mientras en un susurro recita su mantra:
que se apague, que se apague.
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