El cartel anunciaba
con letras grandes y luminosas: No le
gusta su actitud ante la vida, CÁMBIELA.
Cámbiela, se
repitió una y otra vez. Ante él las imágenes de situaciones vividas se le
aparecieron. Su falta de confianza, sus miedos, sus indecisiones. Nadie le
tomaba en serio, nadie le creía capaz de imponer sus ideas. Sin arrojo, sin
firmeza. Demasiado frágil, escuchó en una
ocasión a sus compañeros decir, cuando pensaban que ya se había
marchado. Un huevón es lo que es, sentenció una voz que no supo distinguir.
No lo dudó, entró y tras informarle la chica
de recepción de todos los detalles, se inscribió. El curso duraba tres semanas,
le dijo. ¿El precio? trescientos euros. Sí, no me mire así, es caro, pero le aseguramos resultados.
¡A bueno! si me
aseguran resultados…
Asistió sin perder
un solo día. Puntual se sentaba en la primera fila. Atento anotaba en su
cuaderno, todo lo que suponía era importante.
Llegó el gran día.
Hoy, no mañana ni pasado, hoy; el verdadero hombre que vivía dentro de él por fin abandonaría su cárcel.
Al llegar las horas
brujas, en la quietud de la noche. Donde
todo es posible, donde convive lo blanco
y lo negro, donde se pasea el amor y el desencanto, hay que realizar el
conjuro, había dicho el monitor. Un tipo rubio de piel clara, complexión
atlética y con acento inglés. Todas las
chicas y algún que otro chico se quedaron enganchados en sus músculos trabajados
duramente en el gimnasio. Sebastián lo observaba y le envidiaba. ¡Qué dominio,
qué seguridad!
La noche se
acercaba. Las horas turbadoras se hacían notar. Se cambió para la ocasión. Un
traje de corte perfecto, camisa y gemelos, una corbata de seda compañera en
detalles a un pañuelito que asomaba del bolsillo de la chaqueta, completaba lo
que sería su nuevo look. Engominado, perfumado, se miró en la luna del armario.
Se vio perfecto. Mostraba sin pudor ese cuerpo
hasta ahora oculto entre dos
tallas más grandes de la que realmente tenía.
¡Dios! Estoy
imponente, pensó, mientras su lengua bordeaba las comisuras de sus labios.
Miró el reloj,
marcaba las doce en punto. El silencio reinaba. Entre la oscuridad, la luna mostraba todo su esplendor iluminando
un cielo que poco a poco iba cuajándose de estrellas.
Se encaramó en el
tejado con total dominio de la situación.
Recordó todo lo aprendido en el curso, recitar lentamente el conjuro, respirar
profundamente, visualizar el cambio, proyectar el sonido y rugir, rugir como el
tigre que llevaba dentro.
Cerró los ojos,
tomo aire, abrió su boca y desde lo más profundo de sus entrañas surgió el rugido.
-!!Miau!!
Otras noches llenas de mágica quietud en casa de Neogéminis